lunes, 10 de febrero de 2014



La historia que todos cuentan y a nadie le gusta escuchar, la del clásico individuo a punto de perder su empleo. Un hombre que pasa por la vida sin pena ni gloria esperando un golpe de suerte que nunca llega. Eso es La vida secreta de Walter Mitty, la desesperación romántica que ahoga la esperanza y la ilusión de los que aún se permiten el lujo de soñar despiertos. Es caminar hacia un muro alto de ladrillo, un callejón sin salida en el que solo queda mirar para arriba, porque no hay marcha atrás. Es ver el fuego de las calderas, y el oler el humo de los pucheros, y escuchar el aullido de un perro hambriento, y gritar, saltar, correr, pero seguir en el mismo escalón.


Su director y protagonista, Ben Stiller, juega con el bálsamo regenerador de los tiempos de crisis, la empatía, y en ocasiones lo consigue. Mitty es un hombre de mediana edad que trabaja en la revista Life en plena era digital, una época que le empereza bastante. Da la impresión de que todo le queda un poco grande, de que ya no le sienta bien ni el café. Las puertas de la oficina están custodiadas por un nuevo jefe, bastante más joven que él, dispuesto a cuadrar los balances sin ningún escrúpulo y con bastante indiferencia hacia los que llevan décadas sacando la publicación adelante. Hasta ahí, cualquiera sabe, entiende e incluso podría identificarse con la fórmula.

Sin embargo, la moneda que se lanza al aire y cambia la fortuna para siempre es uno de los tópicos manidos que desmerece la buena historia que encierra el filme, la que para bien o para mal muchos se mueren por escuchar. Sí, es la hipocresía de este pretendido o más bien fingido civismo social que deja al público más tranquilo al saber que siempre hay alguien al que le va peor que a uno en la vida. Es en el momento en que cambia todo, en el que la cinta pasa de ser una caricatura poderosa a un intento fallido de sentimentalismo.

No se me entienda mal. No pido la historia de un fracasado de inicio a fin. Solo pido que al don nadie que se retrata, y en el que todos podemos reflejarnos, no se le impida el soñar despierto. Pasar de rana a príncipe en cosa de cincuenta minutos es el topicazo que asquea y ridiculiza la película. Es cierto, ¿qué debemos dejar de soñar y empezar a vivir?

Personalmente no quiero ni deseo vivir las cifras de desempleo que alberga este país, la política basura que nos gobierna o la psicosis enfermiza de los jefecillos de porespan. Quiero ponerme una canción y pretender que puedo volar o ver una película y reír de emoción. Salir del cine y sentir que la vida es mejor. Y eso es algo que no consigue La vida secreta del Walter Mitty, una cinta que está bien, pero que pasará desapercibida entre las historias mediocres del americanismo.

La propaganda de subir a la cima del Everest descalzo y saltar al vacío puede estar bien para dar fuerzas, para dar alas a quien no tiene piernas. Pero a los cinco minutos ya no queda nada. Una comedia romántica de uso, con los súperpoderes de un cuarentón que se mira en el espejo y decide pasar al otro lado para vivir su vida del revés. Así, bien podría confundirse con una cenicienta moderna que acaba de leer un libro de autoayuda.

El protagonista en una de las escenas del filme

Por otro lado, no quiero desmerecer el poder de la imagen. La espectacularidad de la fotografía de la cinta es apreciable para cualquiera que tenga ojos. Los rascacielos de Nueva York se suceden con los paisajes helados de Groenlandia, las montañas afganas o los volcanes de Islandia creando una armonía visual que engancha. Igual que las ensoñaciones del protagonista. No es la fuerza de los efectos especiales la que te lleva a tirar cohetes y saltar por los aires, sino la energía y la sensación de libertad que encierra la mente humana unida al poder de la naturaleza. 





ESCRITO POR Denise Aldonza

Redactora en activo. De pluma libre para decirte lo que debes oir, como lo debes oir: sin miramientos.

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