La historia que todos cuentan y a
nadie le gusta escuchar, la del clásico individuo a punto de perder su empleo.
Un hombre que pasa por la vida sin pena ni gloria esperando un golpe de suerte
que nunca llega. Eso es La vida secreta de Walter Mitty, la desesperación romántica
que ahoga la esperanza y la ilusión de los que aún se permiten el lujo de soñar
despiertos. Es caminar hacia un muro alto de ladrillo, un callejón sin salida
en el que solo queda mirar para arriba, porque no hay marcha atrás. Es ver el fuego
de las calderas, y el oler el humo de los pucheros, y escuchar el aullido de un
perro hambriento, y gritar, saltar, correr, pero seguir en el mismo escalón.
Su director y protagonista, Ben Stiller, juega con el bálsamo regenerador de los tiempos de crisis, la empatía,
y en ocasiones lo consigue. Mitty es un hombre de mediana edad que trabaja en la
revista Life en plena era digital, una época que le empereza bastante. Da la
impresión de que todo le queda un poco grande, de que ya no le sienta bien ni
el café. Las puertas de la oficina están custodiadas por un nuevo jefe,
bastante más joven que él, dispuesto a cuadrar los balances sin ningún
escrúpulo y con bastante indiferencia hacia los que llevan décadas sacando la
publicación adelante. Hasta ahí, cualquiera sabe, entiende e incluso podría
identificarse con la fórmula.
Sin embargo, la moneda que se
lanza al aire y cambia la fortuna para siempre es uno de los tópicos manidos
que desmerece la buena historia que encierra el filme, la que para bien o para
mal muchos se mueren por escuchar. Sí, es la hipocresía de este pretendido o
más bien fingido civismo social que deja al público más tranquilo al saber que
siempre hay alguien al que le va peor que a uno en la vida. Es en el momento en
que cambia todo, en el que la cinta pasa de ser una caricatura poderosa a un
intento fallido de sentimentalismo.
No se me entienda mal. No pido la
historia de un fracasado de inicio a fin. Solo pido que al don nadie que se
retrata, y en el que todos podemos reflejarnos, no se le impida el soñar
despierto. Pasar de rana a príncipe en cosa de cincuenta minutos es el topicazo
que asquea y ridiculiza la película. Es cierto, ¿qué debemos dejar de soñar y
empezar a vivir?
Personalmente no quiero ni deseo
vivir las cifras de desempleo que alberga este país, la política basura que nos
gobierna o la psicosis enfermiza de los jefecillos de porespan. Quiero ponerme
una canción y pretender que puedo volar o ver una película y reír de emoción.
Salir del cine y sentir que la vida es mejor. Y eso es algo que no consigue La
vida secreta del Walter Mitty, una cinta que está bien, pero que pasará
desapercibida entre las historias mediocres del americanismo.
La propaganda de subir a la cima
del Everest descalzo y saltar al vacío puede estar bien para dar fuerzas, para
dar alas a quien no tiene piernas. Pero a los cinco minutos ya no queda nada.
Una comedia romántica de uso, con los súperpoderes de un cuarentón que se mira en
el espejo y decide pasar al otro lado para vivir su vida del revés. Así, bien
podría confundirse con una cenicienta moderna que acaba de leer un libro de
autoayuda.
El protagonista en una de las escenas del filme |
Por otro lado, no quiero
desmerecer el poder de la imagen. La espectacularidad de la fotografía de la
cinta es apreciable para cualquiera que tenga ojos. Los rascacielos de Nueva York
se suceden con los paisajes helados de Groenlandia, las montañas afganas o los
volcanes de Islandia creando una armonía visual que engancha. Igual que las
ensoñaciones del protagonista. No es la fuerza de los efectos especiales la que
te lleva a tirar cohetes y saltar por los aires, sino la energía y la sensación
de libertad que encierra la mente humana unida al poder de la naturaleza.
ESCRITO POR
Denise Aldonza
Redactora en activo. De pluma libre para decirte lo que debes oir, como lo debes oir: sin miramientos.
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